domingo, 24 de noviembre de 2013

La tormenta de verano



Vaya uno a saber por qué algunas etapas de la vida son de una edad indefinida. Mi época de remo siempre fue para mí "a mis 16" por más que, en rigor, duró tres años: de los 15 recién cumplidos hasta alcanzar los 18.

Mirando hacia atrás, puedo ver que los que fueron años de ejercicios industriales, reiterados, alienantes y tediosos hasta el infinito -un déjà vu de Tiempos Modernos de Chaplin- paradójicamente fueron los años que más emociones de las buenas me dejaron.

Finalmente, cuando me tocó partir a una nueva etapa, llevaba conmigo al río y a los amigos, en todas mis historias, en la retina de mis ojos.

Mil veces, durante los años que siguieron, conté con cerveza, vino o un mate en mano tantas historias de regatas, personajes y aventuras que ya la gente creía que inventaba, que no fueron tres, sino 20 los años que estuve y que la bahía era un mar de tan grande, el río un escenario de Verne y el puerto una película de film noir. Pero yo no le agregaba ningún ápice, las historias eran así.

Yo tenía 16 más o menos y subía el río con mi compa de equipo, el del apellido más largo (Ooooorrrtiiiizzzzzz...), haciendo unos ejercicios en pleno verano. El día estaba soleado, primero, cambiante después, patético al final y nosotros nos cubríamos del viento cruzando a la orilla chaqueña. Tal vez fue así, tal vez fuimos al riacho a explorar, ya no sé. Hay sinos que no necesitan de una explicación exacta para llegar y darnos el presente. El destino nunca llega por camino directo.

Estábamos en eso, remando a contracorriente como siempre cuando en la vereda de enfrente, digo, la orilla de enfrente, donde el río daba vuelta hacia Corposana y había una arenera pudimos ver Sergio y yo (ese Ortiz) que algo no andaba bien río arriba: la arenera levantaba remolinos de arena por demás, el río, un espejo al lado nuestro, cambiaba de color en una línea muy definida y los pájaros y la gente huían espantados. Arriba de todo una nube negra hacía su entrada precipitada y nosotros del lado equivocado, en pleno chaco.

Qué sé yo, éramos chicos y no entendíamos e improvisamos soluciones como si fuéramos capitanes de transatlánticos o simples surfers de olas de treinta metros. Decidimos sobre nuestra marcha cruzar el río en diagonal, enfilando a la boca de la bahía y dedicarnos a surfear las olas de modo que no nos agarraran de costado y nos inundaran el bote. Planeamos con las palas, remamos lo más equilibrados posible y en algún momento, más antes que después de nuestras expectativas, llegamos a la orilla correcta, la de nuestra desgracia.

El río estaba bajo, la playa alta y nosotros no conocíamos solución alguna que no fuera entrar a la bahía. Y para la bahía faltaba más, y mucho, y nosotros estábamos todavía en cualquier parte. Cuando no nos quedaba más opción que doblar y ponernos en paralelo a la ribera pasó lo único que sabíamos que podía pasar, el oleaje empezó a pegarnos de costado y el agua saltaba entre sucia y espumosa sobre carritos, rieles, pies, dentro del bote para no irse más.

Nuestra desesperación iba creciendo como el agua que crecía en la embarcación, se llenaba cada vez más de angustia y cuando ya no daba para más y la certeza de que se rompía toda la fibra de vidrio, las maderitas de la estructura, nuestra esperanza de llegar a la bahía intactos, decidimos saltar al agua antes de que se parta en dos el bote.

Yo no conocía el río, debo admitirlo, yo no sabía cómo estaba cuando estaba bajo, y mi primera sensación al tirarme fue de que me iba a ir bien al fondo, que debía agarrarme fuerte a los montantes para que el agua no me llevara. No sé si nos despedimos o no para siempre con Sergio, mi cuate, pero sí sé que al caer al agua tocamos fondo muy rápido y el agua nos llegaba apenas por arriba de los pies.

Ingenuos, boludos, ignorantes, la playa era "playa" de verdad y no se iba en picada. Así fue que elegimos quedarnos aguantando el oleaje con el bote, sosteniéndolo como defensa contra toda esa agua que nos atacaba. Ya lo' perro' nos iban a salvar de alguna manera.

Como náufragos, fantaseábamos con Sergio todo lo que podía ocurrir de ahí en más, cuándo se enterarían de nuestra ausencia, de dónde estábamos, de qué dirían y... de la puteada de Lucho.

Kore, la-puteada-de-Lucho... ¿Mba'é "Júpiter Tronante" pikó? La-puteada-de-Lucho lo que echaba rayos y centellas.

Así fue que esperamos y esperamos pasando frío en pleno verano, entre toda esa agua agitada, ese viento fuerte pero sin lluvia, esa agresividad de la naturaleza que todavía nos reservaba una sorpresa más.

Creo, si la memoria no me falla, que fue Ciro o Severo quien nos encontró primero y el rescate fue por tierra. O tal vez vaciamos el bote e intentamos seguir remando. Tengo alguna imagen de que el bote dejó de andar, más bien bailaba para los costados y carecía de equilibrio alguno. Yo no sé si fue ahí mismo o fue después al llegar que nos dimos cuenta que la orza omanó, se fue, se ahogó. Nuestra gran estrategia de defendernos con el bote contra el oleaje hizo que nuestra orza cediera y se la llevara la corriente.

Kore: la-puteada-de-Lucho.

Hay momentos de la vida que uno lo tiene negado, tal vez no pasó nada, tal vez fue sólo un llamado de atención, tal vez fue el alivio de vernos sanos y salvos y hasta ahí llegó la historia. Pero no me voy a olvidar que después de nuestra primera gran tormenta volvimos averiados, naufragados, rescatados y con la certeza de que la naturaleza se nos había tatuado en los ojos.

Había sido nuestra primera tormenta de verano.




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