miércoles, 31 de marzo de 2010

El incendio

Me incendio sobre este asfalto.
Me quemo entero y muero de calor en la tarde que parece fuego.
Quién sabe a qué temperatura. Simplemente me inflamo en el rato que te espero y te busco. Me creía a prueba de combustión, ya quemado tantas veces pero aquí estoy, pura llama, pura brasa. Quemándome por fuera, puro incendio por dentro, mientras no te veo.
En el rato que no te tengo.


***

Después de la calle Colón



Ya perfumado (y bien arreglado), subió a la camioneta y tomó rumbo incierto buscando calles periféricas. El camino que primero encontró, un asfaltado nuevo que unía empedrados de barrios hasta ayer desconocidos, hilaba el sinfín de calles en un trazado de curvas sin planificación. Con su camioneta iba haciendo de cada esquina que doblaba un atajo a su destino: empedrados, asfaltados o caminos llenos de baches atestaban la variedad de calles transversales. La noche, mientras tanto, se hacía a la par del mismo tránsito por el que conducía, seguía sus atajos, saltaba tras él los baches entre las estrellas, empedrando y asfaltando a su paso de vía láctea y de oscuridad.



No tenía aire acondicionado, la ventanilla abierta y el ventilete triangular bien direccionado eran sus únicos alicientes contra el calor. La mezcla de ese aire caliente y pastoso en movimiento y su perfume denso, penetrante y varonil completaban la escena. Un poco de música no venía mal, la radio encendida acompañaba su mirada atenta acariciando el camino, lo empujaba a soñar despierto mientras hacía de manejar un movimiento inconsciente; una voz femenina, de cadencia suave anunciaba los temas por venir, comentaba los que habían sonado, rastreaba su mente sugiriéndole palabras para pensar.


Todo en él se guiaba de manera automática, natural, una simbiosis permanente de reflejos, pensamientos, música, ruidos, aromas como caricias de la noche y una fusión de aire caliente y perfume. Todo ello formaba un sincretismo, una sola música, un único movimiento de a dos.


Después del último semáforo tomó rumbo por la calle 5ª en dirección al río, al extremo de la ciudad. La noche se prestaba a compartir ese momento, ambos manejaban el destino incierto de oscuridad penetrada de luces acariciando el día que se escapó, ambos sabían compartir el mismo aire sofocante plagado de semáforos y estrellas titilantes. Ambos deseaban llegar.


Decidió tomar su último atajo, cruzando la calle Colón alguna diagonal acertaría con su camino definitivo, ya faltaba poco.


Dicen los que lo vieron, que a la cuadra de haber cruzado dobló en una esquina oscura, arbolada, ensombrecida por las paredes antiguas sin pintar.


Dicen los que no lo vieron, que ellos, vecinos de la cuadra, estuvieron ahí todo el tiempo, en esa misma cuadra desde tal hora, bajo la misma noche y hasta el amanecer y no vieron siquiera una seña suya pasar; jamás nadie con sus características optó por esquivar sus baches, que ahí no doblaba nunca nadie, sólo ellos, que ese camino no llevaba a ningún lado en especial, sólo a sus casas, a una cuadra sin brisa y a la oscuridad de la noche, que lo hubieran visto y un sinfín de afirmaciones más.


Dicen, los que lo buscaron, que no podía ser, que él conocía esas calles, que él las había vivido desde siempre, que no podía perderse ni equivocarse en la elección de sus diagonales, curvas forzadas o transversales, que él siempre sabía cómo y a dónde llegar.


Todavía hoy, los que lo recuerdan, aseguran sentir en las noches de mucho calor un aire sofocante, denso, mezcla de un perfume pastoso, penetrante y varonil. Y a algunos –pensando en él- se les ocurre la tonta idea de que al mirar el cielo la vía láctea es como una ciudad nocturna, llena de secretos, atravesada por calles sin planificación, atajos, baches, empedrados y asfalto.


Pero aunque a pocos importan tales fantasías, por las dudas, no falta la persona que baja la mirada y teme o ama en secreto las cuadras oscuras y arboladas después de la calle Colón.

Tus besos



Tus besos en mis sueños

Aromas de jazmín abrazadas al lapacho



***

martes, 30 de marzo de 2010

La Ciudad Blanca



Esta afiebrada misión científica llega a su fin: el almirante Wajda ha enloquecido en el peor momento, delira en su camarote desde hace días, los cocineros Rubberman y el ancho Estrada, sudorosos, empuñan sin sentido sus cuchillos, los biólogos y naturalistas sonríen el sueño de la razón sin comprender el peligro, y yo, contramaestre Przekorski, veo a medusa con sus fauces abiertas brillar la peor de las sonrisas ahí afuera.

El peligro acecha en ventosas, se abre y se cierra bailando círculos cada vez más concéntricos. En las profundidades son materia oscura multiforme, incompleta, mitad imagen, mitad sonido de chorros que se acercan o se alejan a velocidades sorprendentes. El verano austral es una hipótesis de superficie y aunque Larsen B se convirtió en una pesadilla de icebergs, Larsen A está ante nuestros ojos a más de 500 metros bajo el mar como un queso gruyer colosal.


En las ciénagas más profundas de Mindanao y las Bahamas no había sido posible encontrarlos. En los abismos escarpados del Atlántico, en las laderas de sus montañas más recónditas, creímos poder encontrar alguno. No fue posible.


La inmensa soledad abisal del Pacífico parecía el escondite perfecto y sólo supimos encontrar mitos, no realidades. Acechadores del Medioevo, lograron permanecer a oscuras todo este tiempo, quedando tan sólo, cada tantos años, alguno muerto en la playa, de tamaño medio, llenando de asombro e intriga al mundo científico, alimentando el estupor y los más terribles temores de su existencia a los marinos de todos los puertos.


Y ahora el derretimiento de Larsen, su ruptura, los está dejando al descubierto recorriendo este sistema blanco de túneles incontables, de tamaños insospechados.


Es tarde, llegamos con el último resto de fuerza y carentes de lucidez. Hace tiempo que esto se convirtió en una horrible obsesión por lo desconocido. Desde Varsovia y Heidelberg ordenaron dar marcha atrás, un desacierto de ambiciones desafió la orden, un inversor buscando su éxito, el prestigio científico mancillado, un almirante queriendo enfrentar el mito, provisiones en el fin del mundo, el último faro, y días y noches de tormenta en el mar del sur. Bajo el agua parecía la opción más segura.


Ahora, frente a nuestros ojos, miríadas de ellos a nuestro alrededor conforman un laberinto tentacular, sus cabezas grandes, los ojos sin párpados, derrames de tinta para la palabra muerte aquí y allá.


No hay duda: hemos encontrado Craquenza, la ciudad blanca del Craquen, el calamar gigante.


Algo mueve la nave de costado.