domingo, 15 de noviembre de 2009

Entre sueños

1.
 La bahía de Asunción.
Una vista completa desde la colina. El río Paraguay más allá.
Déja vú.
Un pabellón antiguo de dos plantas acá arriba, una plaza, juegos y ruido de chicos.
Día soleado como otras veces.
Camino, ando, estoy simplemente en otro lado. Al borde del agua pequeñas embarcaciones se dejan llevar por la corriente. Deben ser a vela, las supongo, no las veo.
Sólo los pastizales y las cañas tienen amplia presencia acá abajo.

2.


Vista en altura, un grupo de personas en un pastizal, yo estoy allí.
Discuten.
Alguien se va.

3.


El tigre en la noche.
Las hojas en el suelo resquebrajándose, el apepú aplastado que graba la marca de su pisada.
Cinco que dormimos a la intemperie.
El tigre cerca.
Olfatea.
Elige.
Lo puedo ver, lo puedo sentir.
No me puedo levantar, sigo durmiendo.

4.


Transpiro bajo la frazada, los perros del vecino de enfrente no paran de ladrar.
Alguno aúlla.
Sé que hace frío allá afuera y un auto pasa mojando con sus luces mi ventana.

5.


El cielo, en la bahía, deja de estar soleado.
Primero, una barrera de nubes negras desde el sur.
Es un ejército gris, negro y verde blandiendo rayos en el cielo. Incapaz de diferenciar su interior, sus cúmulos son polvo levantado de forma invertida.
El ejército cabalga de cabeza.

6.


Un campo abierto, varios grupos reunidos, gente que va, gente que viene de un grupo a otro.
Un barco grande espera en la ribera, con el puente apoyado directamente en tierra: nadie sube.

7.


La noche deja entrever el acecho del tigre.
Sus ojos, su cabeza agachándose, sus músculos que se tensan.
El salto por venir.

8.


Los estúpidos perros no paran, despiertan a todo el vecindario.
Escucho llover hojas de otoño.
Mientras, una sensación de atrapado me invade.

9.


El cielo negro, negro, negro, da vueltas sobre un eje imaginario con epicentro en la bahía.
El agua, antes con olas, adquiere de golpe una calma espejada, sin brillo alguno, que termina simplemente oscura. Los vientos son cambiantes allá arriba.
En superficie todo se ve inminente.
El momento es tenso, asfixiante, bajo presión.
Sólo espero, me quedo observando que el desenlace termine de caer de ese cielo.
Y explote, grite y devenga tormenta.

10.


Sucede muy rápido.
No entiendo nada, sólo escucho los alaridos, los ruidos, el arrastre de algo pesado en la hojarasca.
Todo se acelera, las imágenes no existen, sólo puede percibirse lo inasible del instante.
Y el grito, el grito, los gritos en la noche.
El mismo monte ladra y aúlla.

11.


Me ahogo en la cama, voy y vengo de un lado a otro.
Gruño, gimo, mascullo.
Intranquiliza.

12.


Me descubro corriendo detrás del tigre.
Corro entre sombras, corro creyendo ver claros y contornos de luz.
Siento jadeos delante de mí, alguien se me adelantó.
La carabina, ruidos de machete.
Movimientos rápidos en la espesura.
Mi respiración no da para más, voy al límite.

13.


La gente va a los puños.
“Hay que sacarlo de acá”.
El barco zarpa, lo veo desde la orilla.

14.


La tormenta en la bahía mete miedo.
Esta lluvia furiosa duele en el cuerpo.

15.


100, 200 metros de distancia.
No sé, se me perdieron. Los siento a lo lejos, sé que andan por ahí.
Las puteadas son del que va adelante, los aullidos del que va arrastrado.

16.


No hay salida, la tormenta cae sobre mí.
Las olas se están poniendo grandes y siento que ya son una amenaza.
¡Ningún refugio! ¿Por qué?

17.


¡El tigre!


18.


Sirena de barco.


19.


Doy brazadas desesperadas entre las olas de la bahía.
¿Cómo llegué acá?


20.


El paso de un tren a lo lejos.
El barrendero de las seis corriendo hojas en la calle.
Los perros. Los perros.


21.

Machete, garras, tajadas.
El rugir del tigre, el rugir del machetero.
Los gruñidos lastimeros del cazado.


22.


Trago mucha agua, escupo fuerzas entre las olas.
No puedo más.


23.


Me paro a un par de metros.
Apunto con el arma.
El tigre tuerce el pescuezo, me ve.
Pega el salto, las garras.
Ruge: ¡Yaguareté!

sábado, 14 de noviembre de 2009

El Clavadista


Voy escalando para llegar a mi piedra. Esta pared ya la hice muchas veces, es que desde arriba del acantilado es más difícil acceder. Ahora que estoy subiendo, siento el sol picante en la espalda y la sal del mar. El comienzo del ascenso siempre me cuesta.

Aprendí a ser clavadista como una costumbre familiar. Mi padre y mi tío me fueron enseñando desde que era muy chico: elegir una piedra, la más segura de la saliente del acantilado, elegir la ola que mejor te contenga, el viento que más te favorezca, elegir el día, la hora y el ánimo que más te ayude.

Elegir el preciso momento y las condiciones más ideales.

Elegir.

Elegir.

Elegir.

No siempre se puede.

No siempre sé si me conviene.

Aquí estoy, sin embargo, alcanzando mi momento, mi preciso lugar para dar el salto. Las aves me vuelan cerca, me observan. Siempre me observan extrañadas.

No miro al horizonte, no hablo, no veo el cielo, solo atisbo a encontrar la luz del sol más propicia. Las olas pasan, la mía todavía no llega. En mis oídos rompe el mar contra el acantilado… esa fuerza. Olfateo cercano mi instante.

Nunca ir contra las olas, solo saber aprovecharlas. Nunca tener al viento como algo molesto, solo saber planearlo. Mi ola está llegando, ya veo su espuma. Levanta su cabeza cuando me ve, toma carrera, tensa sus músculos, adquiere la forma de acicate, de látigo, de grito que se extiende.

Y salto.

Salto.

Salto.

El viento me empapa la cara, los hombros, abraza y envuelve mi cuerpo, dibuja remolinos en mis pies, silba agudo en mis oídos. La vista me adelanta el mar aceleradamente. Tengo los brazos bien abiertos en cruz.

Y caigo.

Caigo.

Caigo a algún vacío.

Es largo el trayecto. Percibo un silencio más allá de la naturaleza, una soledad interior. Aún así todo es precipitado. Todo se ve como en un túnel a alta velocidad en el que mi concentración registra cada evento para no perder el control.

No existe, sin embargo, el vacío en todo esto. Existe el salto, el vértigo, pero no el vacío. Muchos hilos de sal me sostienen y se desenredan en este viaje. Existen las imágenes aceleradas, la respiración batiente y la ola que va a mi encuentro. Existe todo esto que llena el vacío.

No pienso en nada pero suceden muchas cosas en mí mientras voy cayendo.
Respiro mi última bocanada de oxígeno y extiendo los brazos hacia delante, arriba de mis hombros, para tajear el mar, para abrirme paso en el agua.

Y hiero la sal.

¡¡¡Plaf!!! ¡¡¡Chasss!!! ¡¡¡Glushshsh!!!

El agua fría, el mar que me envuelve, mi ola. Espuma y más espuma. Burbujas. Por cientos o miles.

Mi cuerpo entrando profundo es pura acción en su aparente estática. Tenso, de corazón acelerado, firme para equilibrarse entre las fuerzas de la naturaleza. Soy una aguja hendida en esta bahía, y con esa estela de oxígeno en forma de burbujas que dejo, voy cosiendo este borde de acantilado que se mete en los fondos del agua.

Me arqueo, aprovecho los últimos restos de la caída para empezar mi ascenso a la superficie. Apunto a la luz, siempre apunto a donde hay luz. Y nado con todas mis fuerzas. Pujo. Son los riesgos de un clavado como éste, se puede llegar muy profundo y no salir a tiempo.

Nado. Nado. Nado.

Deseo la calma de la superficie. No es mi rutina saltar desde los acantilados al mar, no puede ser una rutina lo que siempre se vive distinto. Igual en sus formas pero distinto. Es mi vida que cada tanto cae, hace agua y vuelve a empezar.

Nado. Nado. Nado.

No soy el mismo que el del último salto pero soy ese que se va haciendo en la suma de todos los clavados, hasta encontrar el último, donde termine de completarme.

Afuera están los pelícanos, las gaviotas.

Adentro, yendo del agua al aire estoy yo. Es profunda la bahía aquí. Con mi mente en blanco, solamente soy acción e impulso. Y el silencio que sigue ahí. Una soledad muy onda. Siento cómo callan mi padre y mi tío. Solo hablan mis movimientos, mi espuma, mis propias burbujas que se van perdiendo. Siento mis deseos.

Percibo cercano mi instante, los hilos de sal se cosen a mi espalda y a mi pecho y tiran hacia arriba, mis brazos son dos látigos sudando el agua.

Gritaría.

Es eterno el ascenso.

Desesperaría.

El sol ahí arriba, demasiado lento.

Mis fuerzas tensas.

La luz cada vez más envolvente.

La vista fija.

Mis últimas burbujas.

Esa luz.

Mi padre, mi tío.

Gaviotas.

Calor y fresco

La ola de calor no abandona la ciudad: sofoca.

Con la venta masiva de electrodomésticos algunas calles se pueden rebautizar como Del Ventilador o Del Aire Acondicionado, según qué sea lo que más venda. La mía podría llamarse Del Abanico Improvisado, De la Ventana Abierta o De las Viejas en la Vereda: el chismorreo aquí ventila más que cualquier aparato chino y se asemeja en su mala calidad. Por supuesto, todo comentario por lo bajo patea como si estuviera conectado a 220v.

No me importa el qué dirán, camino en calzones y descalzo por mi casa. Sorprendo a más de una octogenaria diciendo quién sabe qué sobre mi mucha desvergüenza delante de la ventana, los ruleros me los pongo sólo para molestar y mi panza ya prominente les paseo felina reinando de ancho y de frente.

No siempre fui así, hubo un tiempo en que me ganaba la introversión y la timidez. Fue ella la que me volvió con su desparpajo lo que soy ahora. Ella, la que pasea oronda delante de mi casa todas las mañanas. Ella, la que ni siquiera sonríe cada vez que me ve. Pero qué me importa. Ahora no soy viejo pero ya la frente se me ensanchó. Algunas canas pierdo cada tanto. Transpiro mucho con esta gordura y las moscas no escapan a mi mano pesada que cuando no las espanta, las mata. Yo, que supe ser jabón de marca en la vida, ahora huelo a barato. Malditas viejas, siempre mirándome con asco ¡Qué se creerán! No saben que hace tiempo supe ser romántico y lindo tipo, aunque ahora me vean enchastrado de comida.

En aquel entonces yo sentía la frescura de la vida, creí haber encontrado mi mujer y vivía contento sintiendo su brisa en mi cuerpo. Hoy es el calor el que me abrasa, y por lo único que desvivo es por secarme la gruesa caricia del sudor. Así transpiro los lunes, los martes y el resto de la semana. Ella era simplemente linda, muy linda mi chica linda. Y por sobre todo qué mirada. Decía todo con ella, la pasión y el odio, la dulzura y el desprecio. Y, había sido, que también la dureza de sus distancias. Aún siento en la mañana de mis labios ese beso que daba, esa mordida cariñosa. Tan despacio pero con tantas ganas. Su aliento a frutas no se me va más. Pero en esta noche de pocas estrellas de mi boca ella ya no está. Tan sólo queda su nombre que se me escapa entre sueños y deseos. Yo la recorría entera con mis manos. Me detenía, la veía suspirar. Y humedecía sus párpados acercando mis labios, mi lengua, llenos del agua para beber de mis besos.

Así me hizo ella: dado al amor, de cuerpo entero. Y así me ve al pasar hoy: dado al desamor, de cuerpo rechoncho. Tanto me equivoqué, qué sé yo. Nunca fui todo para su corazón. Yo la sentía luna llena de mis noches, arena cálida que mis aguas bañaban una y otra vez, pan y leche de mis desayunos. Y todo terminó en esto, mezcla de tierra árida, asfalto y cemento bajo un sol de desilusiones que reseca las miradas. “Ya-no-la-quiero-pero-cuánto-la-quise”, qué gran mentira.

Nunca la quise todo lo que hacía falta, y lo poco suficiente de ayer me es, sin embargo, mucho para olvidar hoy. Duele tratar de olvidarla. Y ahoga su falta. Me mudé al callejón Del Abandonado para pagar el doble. Suspiro profundo desde hace un rato, por la ventana entra ese vaho de asfalto caliente, cemento y plantas aguantando la sequedad. Parece fuego la siesta y las cenizas de mis recuerdos vuelven a arder viéndola a ella deseable, generosa, con cara de enamoradita. Los restos de mi almuerzo están ahí, un plato sólo, las venas duras de tres bifes baratos, la sal de las papas fritas a caballo y los restos calientes de mi cerveza, mi rica cerveza, espuma adoctrinada en sabor. Ya no me cuido ¿Para qué? Si el espejo solo me devuelve la ojera de las mañanas y de cuerpo entero no alcanzo a verme. Ayayay, entre vaho y sobremesa a lo único que doy importancia es a esta modorra que siempre me puede. Mi cama es mi último placer, dormir mi única compañía.


Estiro las piernas hinchadas, respiro con dificultad por mi pobre estado físico y cierro los ojos. Duermo, sonrío, a pesar del calor intenso. Ella tan fresquita como siempre vuelve en mis sueños.