sábado, 14 de noviembre de 2009

El Clavadista


Voy escalando para llegar a mi piedra. Esta pared ya la hice muchas veces, es que desde arriba del acantilado es más difícil acceder. Ahora que estoy subiendo, siento el sol picante en la espalda y la sal del mar. El comienzo del ascenso siempre me cuesta.

Aprendí a ser clavadista como una costumbre familiar. Mi padre y mi tío me fueron enseñando desde que era muy chico: elegir una piedra, la más segura de la saliente del acantilado, elegir la ola que mejor te contenga, el viento que más te favorezca, elegir el día, la hora y el ánimo que más te ayude.

Elegir el preciso momento y las condiciones más ideales.

Elegir.

Elegir.

Elegir.

No siempre se puede.

No siempre sé si me conviene.

Aquí estoy, sin embargo, alcanzando mi momento, mi preciso lugar para dar el salto. Las aves me vuelan cerca, me observan. Siempre me observan extrañadas.

No miro al horizonte, no hablo, no veo el cielo, solo atisbo a encontrar la luz del sol más propicia. Las olas pasan, la mía todavía no llega. En mis oídos rompe el mar contra el acantilado… esa fuerza. Olfateo cercano mi instante.

Nunca ir contra las olas, solo saber aprovecharlas. Nunca tener al viento como algo molesto, solo saber planearlo. Mi ola está llegando, ya veo su espuma. Levanta su cabeza cuando me ve, toma carrera, tensa sus músculos, adquiere la forma de acicate, de látigo, de grito que se extiende.

Y salto.

Salto.

Salto.

El viento me empapa la cara, los hombros, abraza y envuelve mi cuerpo, dibuja remolinos en mis pies, silba agudo en mis oídos. La vista me adelanta el mar aceleradamente. Tengo los brazos bien abiertos en cruz.

Y caigo.

Caigo.

Caigo a algún vacío.

Es largo el trayecto. Percibo un silencio más allá de la naturaleza, una soledad interior. Aún así todo es precipitado. Todo se ve como en un túnel a alta velocidad en el que mi concentración registra cada evento para no perder el control.

No existe, sin embargo, el vacío en todo esto. Existe el salto, el vértigo, pero no el vacío. Muchos hilos de sal me sostienen y se desenredan en este viaje. Existen las imágenes aceleradas, la respiración batiente y la ola que va a mi encuentro. Existe todo esto que llena el vacío.

No pienso en nada pero suceden muchas cosas en mí mientras voy cayendo.
Respiro mi última bocanada de oxígeno y extiendo los brazos hacia delante, arriba de mis hombros, para tajear el mar, para abrirme paso en el agua.

Y hiero la sal.

¡¡¡Plaf!!! ¡¡¡Chasss!!! ¡¡¡Glushshsh!!!

El agua fría, el mar que me envuelve, mi ola. Espuma y más espuma. Burbujas. Por cientos o miles.

Mi cuerpo entrando profundo es pura acción en su aparente estática. Tenso, de corazón acelerado, firme para equilibrarse entre las fuerzas de la naturaleza. Soy una aguja hendida en esta bahía, y con esa estela de oxígeno en forma de burbujas que dejo, voy cosiendo este borde de acantilado que se mete en los fondos del agua.

Me arqueo, aprovecho los últimos restos de la caída para empezar mi ascenso a la superficie. Apunto a la luz, siempre apunto a donde hay luz. Y nado con todas mis fuerzas. Pujo. Son los riesgos de un clavado como éste, se puede llegar muy profundo y no salir a tiempo.

Nado. Nado. Nado.

Deseo la calma de la superficie. No es mi rutina saltar desde los acantilados al mar, no puede ser una rutina lo que siempre se vive distinto. Igual en sus formas pero distinto. Es mi vida que cada tanto cae, hace agua y vuelve a empezar.

Nado. Nado. Nado.

No soy el mismo que el del último salto pero soy ese que se va haciendo en la suma de todos los clavados, hasta encontrar el último, donde termine de completarme.

Afuera están los pelícanos, las gaviotas.

Adentro, yendo del agua al aire estoy yo. Es profunda la bahía aquí. Con mi mente en blanco, solamente soy acción e impulso. Y el silencio que sigue ahí. Una soledad muy onda. Siento cómo callan mi padre y mi tío. Solo hablan mis movimientos, mi espuma, mis propias burbujas que se van perdiendo. Siento mis deseos.

Percibo cercano mi instante, los hilos de sal se cosen a mi espalda y a mi pecho y tiran hacia arriba, mis brazos son dos látigos sudando el agua.

Gritaría.

Es eterno el ascenso.

Desesperaría.

El sol ahí arriba, demasiado lento.

Mis fuerzas tensas.

La luz cada vez más envolvente.

La vista fija.

Mis últimas burbujas.

Esa luz.

Mi padre, mi tío.

Gaviotas.

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