domingo, 5 de febrero de 2012

La tormenta de Santa Rosa


    Ocurrió una noche incómoda de agosto cuando la tormenta de Santa Rosa descargaba árboles y techos sobre el asfalto. No se sabe si fue efecto del insoportable calor previo, de las piedras hirientes que cayeron después, o de algún absurdo designio apocalíptico de una santa atormentada. Sí está claro que durante una hora algo no corrió normal sobre las vías: en el tramo entre Gerli y Remedios de Escalada los trenes no pasaron por Lanús.
    Fueron varias formaciones que en su recorrido obligado, bajo la oscura lluvia, dejaron de pasar. Durante la hora 19 ninguno llegó, las barreras siguieron sin sonar ni cerrarse. En el entramado espacio-temporal fue como si algunos hilos o vías, se corrieron, se curvaron y sin romperse, rodearon nuestros sentidos esquivándolos.
    Con la llegada de la ausencia una nueva barrera indeseada de miedo empezó a bajar sobre el tren del sur.
    Las autoridades preocupadas hicieron el sumario correspondiente pero lo sorprendente de los testigos presenciales fue que en empleados y pasajeros de 
Gerli y Escalada no había contradicción: los de una estación los vieron partir, los de la otra los vieron llegar, ambos recibieron trenes del otro. Tan sólo no tenía conexión el relato global, los de Lanús esperaron y esperaron y jamás apareció tren alguno durante 59 minutos. Un sólo detalle podría haber llamado la atención, en cualquiera de sus dos estaciones lindantes los trenes llegaron con 1 y 3 minutos de atraso. En contraste, la puntualidad arribó inesperadamente a todas las demás. Sobre los durmientes del tren del sur lo coherente ya no transitaba, sin embargo, la costumbre de la impuntualidad hizo invisible el hecho y su contradicción. 
    Se creyó primero en sabotaje pero esta hipótesis fue descartada por lo ridículo de sabotear en un tren a sólo algunos pasajeros de una sóla estación. No había desvíos que rodearan Lanús, las vías eran únicas, y las frecuencias no mermaron: los pasajeros de las posteriores Banfield, Lomas, Mármol o Adrogué, siguieron su rutina como siempre, bajaron y subieron ignorando los rayos a su alrededor. Esto debía dar escalofríos, los de Lanús ya no estaban: todo el que viajó con alguien de ahí juraba por su madre y sus hijos que lo había despedido cuando se disponían a bajar, que no había alcahuetería alguna, pero ese día, a esa hora, ninguno llegó a destino en la ciudad granate en el momento santo de las piedras. Esos trenes, sin entenderse cómo, habían transitado las vías de lo imposible.
    La locomotora de Caronte parecía estar haciendo maniobras en esta playa.
    Se esperaron pedidos de rescate, amenazas terroristas, signos de sangre y psicosis y no faltó quién atribuyó a la ineficiencia del Estado, propietario de los trenes, la razón de ser de tremenda pérdida horario-poblacional.
    Pasaron los días, hubo revuelo en la prensa, algunos gerentes desaforados propusieron descontar una fracción del presentismo a los ferroviarios pero, para suerte de éstos, el alivio pitó a lo lejos y empezó a ganar terreno cuando los lanusenses -traspapelados en esos vagones- comenzaron a llegar a sus casas. Esta vez la perorata de los truenos precedió a los relámpagos y en un carguero de explicaciones arribaron los mejores refucilos posibles.
    Todos argumentaron lo mismo: que se quedaron dormidos y se despertaron justo en la depresiva estación, que se bajaron como siempre regurcitados por la marea humana, que salieron escupidos a los empujones del andén y no se fijaron en la hora. Pero no podían explicar por qué ¡por qué! llegaron con el transcurso de los días y, cada uno o una, en un tren y horario distinto. Ninguno pudo decir algo coherente de qué les había pasado en esa hora apedreada por la mediadora de Dios, cada vez menos Rosa, cada vez menos Santa.
    Pero el traqueteo de la banalidad hizo su aparición entonces.
    Los de Banfield, hinchas del Taladro, comenzaron a acusar a los de Lanús, hinchas del Granate, que era toda una vil estrategia propagandista para ganar más socios. En todo caso, contestaron estos, el agujero de pasajeros fue un ardid taladrense de pura envidia porque -hasta ese momento- nunca fueron campeones y ellos por fin sí en 100 años.
    Los arrebatadores de Gerli, como títeres sin hilos que cobran vida al unísono, se pasaron aclarando que ellos siempre arrebataron cosas, cadenitas, carteras, pero no gente entera, mucho menos selectivamente de Lanús, ni que decir una formación completa, que no hay manera de saber de dónde es cada quién y menos a las corridas. Y la policía, acostumbrada a ver desaparecidos, prefirió creerles y los dejó seguir trabajando tranquilos.
    La normalidad se había alterado, lo razonable sabía amargo, pero la edulcorada vida cotidiana terminó siendo más fuerte. Al tiempo ya nadie comentaba sobre el caso y en cada familia lanusense de la hora de Santa Rosa, los dichos de bienvenida y alivio fueron perdiendo terreno frente a la desconfianza y la sospecha de una doble vida, humo y ruido mucho más conocido por ellos.
    Y aunque en esos casos, a los pobres que llegaron tarde les llovieron otras piedras, poco a poco lo extraño fue encarrilado en las vías de los pretextos esperables, la frecuencia de los lugares comunes se compuso y un hecho, insólito e inquietante, desapareció sin gloria entre el gentío apresurado de la cabecera Estación Rutina.

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