jueves, 24 de mayo de 2012

Las botitas de lluvia

 No me gusta mucho hablar de mi infancia y las lluvias cuando se avecinan me producen ansiedad.
  Solíamos verla jugar en la ventana todos los días, no salía o no la dejaban salir a pesar de que en la cuadra éramos un grupo importante jugando en la vereda durante las tardes, daba para niña de bucles linda y agradable pero algo no cuadraba en esa permanente muestra de ternura con rejas.
  Evitaría hablar de ella pero, cada noche, alguna imagen suya me vuelve y controlo con temor los zapatos al costado de la cama luego de despertar tembloroso.
  Algunos chicos decían que estaba loca y le tiraban globitos de agua por la ventana en los días de carnaval, otros afirmaban que tenía una extraña enfermedad contagiosa y no faltaban los que al pasar corriendo le gritaban “¡bruja!” o fantaseaban con monstruos vigilantes agazapados. Decir que ella, desde su ventana, les vociferaba groserías sin respiro una tras otra, como yegua desbocada sería poco. Pero a mí, más que la respuesta con enojo, me preocupaba esa voz aguda, estridente, fuera del timbre humano habitual que largaba cuando algo no era de su gusto.
  Un día, una pelotita que voló por demás al interior de su cuarto me acercó a ella; la devolvió con un saludo y una sonrisa y no me pareció mala, intrigado por la familiaridad me fui haciendo amigo de su ventana, a un metro de la muralla los barrotes de su vista a la calle no le impedían charlar conmigo. Decía sufrir mucho el calor y amar la lluvia y las planicies extensas y atiborradas de chaparrales y grandes fieras y yo le contaba del raudal de la esquina que crucé tantas veces "y no me hizo nada". Otro día volví a pasar, así como al siguiente y luego tantos más y las siestas se nos hicieron cortas entre charlas, relatos y risas compartidas.
  Pero ella no salía, ni explicaba.
  Nada habría cambiado y hubiéramos seguido solamente charlando y charlando si aquella tormenta tan grande no se precipitaba. Habitualmente, cuando todo el mundo no salía yo solía escaparme a jugar a la lluvia y desafiar a las aguas en torrentes. Esa vez tuve la mala idea de querer congraciarme y me acerqué a su reja invitándola a los gritos bajo toda esa agua. Ella abrió la ventana, miró, sonrió y para mi desgracia, aceptó: “voy”, me dijo.
  Y, mientras el agua galopaba, ella inundó de terror mi vista con sus botitas de lluvia desbordadas: la izquierda, la derecha y cada una de las que se fue calzando atrás.

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