sábado, 5 de mayo de 2012

El comercio porteño de locas

   En Buenos Aires se comercian locas. 
   Bueno, locos también hay pero no cotizan.
   Se las puede ver en la calle, deambulando con los ojos oscuros, dispares, buscándote la mirada para descargar sus desvaríos. Te los regalan al pasar mientras caminan, uno cree que erráticas pero en verdad con rumbo fijo, determinado, el mismo de la anterior vez, repetido hasta la obsesividad.
   Yo creo saber dónde las guardan, empastilladas, desprolijas y hasta seguro, con mal olor. Suelen ser departamentos de edificios como columbarios, pajareras sin vuelo de gran estructura prolífica en monoambientes, exhibicionismo de soledades y estudiantes haciendo su primera independencia.
   También las hay en PH y metidas en los barrios de casas bajas, en algún viejo chalet de hace 40 años, pero éstas solo valen de reserva en caso de faltante.
   Nunca entendí el rédito que pueden sacar con ellas, algunos pretenden venderlas como sibilas para develar (ocultar) grandes verdades; otros como entretenimiento del más barato y perverso; pero los más, bajo el manto de la buena obra y la caridad, las venden para cuidar ancianas derruidas bajo la figura de la nieta, la sobrina o la hija castrada.
   Yo las esquivo, no me gustan, se te pegan e interpelan, preguntan y opinan de todo, desde la política de los gobernantes hasta el estado del tiempo y el mal servicio de los colectivos. Empiezan hablando de “Este país…” y terminan contra su interlocutor, despotrican todo pero mezclando idiomas, al punto que sus verdades son mentiras mal traducidas.
   Yo no daría ni para hacer arte con ellas.
   ¿Dónde estaba? ¿Dónde la vi a aquella de figura desgarbada, no muy mayor, eternamente blanca, otrora de pelo renegrido y luego desvestido en canas? Recuerdo esa imagen, pintando un redondel en cada cachete con el maquillaje. La ropa vieja, la cartera deslucida, saludando sin conocerte y repitiendo siempre esos mismos recorridos, a la misma hora de siempre.
   ¿Qué habrá sido de aquella de tono amarillo eléctrico, rodeada de un aire que incomodaba, erizaba la piel, la sensación de peligro con su presencia? Parada ante mí, esperando respondiera a sus incoherencias no terminaba de irse nunca y echarla sonaba a violencia casi segura.
   En Buenos Aires las exhiben en el centro y todos saben que están en venta, que se compran y que el comercio es fructífero. Lo que nadie sabe es cuándo se vuelven locas o por qué.

   La insania mental es así, un río que baja revuelto, aunque desde sus aguas originarias llegan cada tanto remolinos que podrían dar pistas al ojo atento.
   Sentado en un bar observo cómo una mujer habla sola en una mesa mirando un alter invisible, gesticula, sonríe y balbucea un mundo que no es. De a momentos alguna palabra de alegría me llega. Cerca, una mujer mayor de bastón la mira atenta, luego mira al mozo y cabecea, este le acerca un papel anotado.
   Sorbo un café amargo y el aroma no condice con el cuerpo, mientras medito la escena.
   Finalmente, del bar salen juntas las tres.
   El mundo que es sonríe. Pero no es de la loca, tampoco de la vieja, ni de la alegría.


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