lunes, 12 de marzo de 2012

La luna en nuestros pies

By Carina Felice Fotografías
      La mandarina que ya fue, la banana que es sólo cáscara y la manzana que puede contar que es semilla, que ya es únicamente semilla. 
La cena se está yendo en platos levantados, el agua última de la mesa llueve sus pocas gotas en la garganta y nuestras piernas se estiran verticales sobre el piso sosteniendo con quejas el cansancio nocturno, entendible, esperable, que porta un cuerpo, dos, el de cada uno, el mismo que llevamos al trabajo, casi idéntico al que vuelve a descansar.
      “Llegó mi hora de dormir”, dice mi chica linda, “me voy”, y desplaza un beso al vuelo, descuelga un abrazo y despide, sobre todo, a Bonita, cosita linda, monstruo de la casa, a veces de papá, otras tantas de mamá, muchas de los dos. 

      Mi nena interrumpe su trepada a la silla, su escalada a mi espalda, su asalto al grito de ¡upa! para derramar una despedida, una noche más, otra como única, decirle “chau” a la mamá, quererla un beso, dejarse un abrazo y ver cómo una escalera la sube, un noticiero se enciende y un sueño hecho de madera se pone a roncar aserrín y mujer en frazada con boca abierta.
      La noche continúa para nosotros, búhos, grillos, batracios de estrellas acampadas en los ojos, cosita de 3 años y yo -crick-crick- de unos 35.
      Siempre fue así, ella nocturna y yo de la noche, una hora tal vez, dos quien sabe, que reponemos ausencias diarias, diurnas, de soles y nubes, ella con medio jardín de infantes y yo con doble trabajo. Relevo parental, recauchutaje de amor filial.
      Rincón mediante estas cosas se hacen en lugar específico, cocina no es lo mismo que sofá, ni sillón que mesa. Ventanal a la calle gana partida a pared, calefacción se levanta en graduación para chusmear y Bonita y yo, sillón, camperas y ventanal hacemos nuestro lugar para hablar y observar.
      El auto viejo y feo se despereza a sólo metro y medio, estacionado, frío y blanco de luna. Una estrella más fuerte que otras abolla un brillo sobre el capó y con mi chiquita contamos cables, líneas de teléfono, de electricidad y de televisión que no transmiten la noche, colgados de una columna justo por arriba de la visual del auto.
      Nuestras piernas se estiran sobre el respaldo, las de ella se proyectan verticales sobre el techo, las mías se doblan sobre la cabecera, con las rodillas apoyadas en el aire, las espaldas contra el asiento, las cabezas bordeando el ventanal, los ojos cayendo al cielo, bajo nuestros pies la noche y la tierra se invierten y trastocan roles:


      Tilo de luna, constelación de cables y auto blanco, dos brillos en línea recta allá bien alto en la tierra, próximos a una nube de teja que amenaza con taparlos. Noche fría y avión que titila panza arriba. Unos pasos fugaces cruzan oblicuos sobre el oscuro del asfalto, un refucilo de coches traza un zigzagueo veloz. El rocío que asciende, las pocas nubes que pispean.
     Pequeños soles de otras galaxias observan este cuadrante de la Vía Adrogué, pampa, jazmín y hiedras. El cielo se acomoda boca arriba, como descampado que es de cardos y dientes de león encendidos, mientras desde acá en el suelo, en esta bóveda convexa, se observa que los faroles de la calle sideral dibujan líneas de monstruos míticos irrepetibles.
      La noche se mueve ya hacia el oeste, bajamos los escalones. Pis, cepillo de dientes y pequeña pléyade de cuentos. La frazada bosteza, los besos de las buenas noches se alinean. Una luz que se apaga, otra que no, y la Cruz del Sur que se arrincona en mi cuarto hasta la próxima vez que nos encuentre con la luna en nuestros pies.


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