jueves, 2 de mayo de 2013

La botella vacía




Balcarce al 400.
La puerta de doble hoja, la escalera alta a la segunda planta, el edificio de principios del siglo XX, las oficinas arriba, la nuestra al fondo.
Día viernes, fin de año, la cabeza que me explota de resaca.
Labores normales: recibir las revistas, subirlas al depósito, cómics 
de estreno, alguna cobranza cerca, comprar almuerzo en la pizzería de la otra cuadra.
Una baja, faltó el vendedor.
La pausa a las dos, el calor un despropósito, la mitad del edificio en obra, me agarro unas porciones, el asiento un tablón del patio, dos más conmigo y una conversación que no termino de escuchar ni entender.
La cabeza me retumba, cierro los ojos y a mi costado, al abrirlos, la última botella de la noche anterior.
Esa botella de vino.
La observo y veo, veo en el vidrio la noche anterior.
Que el asado lo hacía el que primero terminaba, que la despedida del año era ésa por más noviembre reciente que corría, que no éramos pocos, que estábamos todos, que el tablón, que los caballetes, que la carne muy buena y la compró el gerente de ventas (vaya sobrenombre para un entrenador de avivadas) y que el carbón no estaba, no había, que se arregle uno con los maderos de la obra, ahumado dirían algunos, la especialité de la casa dirían los originales de siempre.
Mi pizza avanzaba lenta en la boca, mis ojos divagaban en otro lado, la cabeza de costado hacia abajo y la botella ahí, medio escondida todavía, alguna gota de vino aún y mi mente que se encendía con su imagen reflejada de anoche.
Destellaba la hora del asado, como primero en quedar libre pasé a los cuarteles del fondo a hacer el fuego: "responsable de la comida", dijeron. Mi primer asado a cargo. Inventé un método para quedar como original, le tiré cerveza y hablé largo de lo mucho que se usaba ese método en mi país para que la carne saliera tierna. Me serví un primer vaso de vino, a la manera de los asaderos de mi casa, y le di vuelta y vuelta a la carne hasta marearla. Vuelta y vuelta al vino.
El jefe uruguayo que miraba con desconfianza, el parquet muy cerca de mi fuego.
El mostachol del otro jefe que dirigía la puesta de la mesa. Y yo que le seguía dando al vino con el estómago vacío.
El corcho diurno de la botella descansaba a un paso, mi memoria que sonreía, mi sonrisa que desmemoriaba, los comensales nocturnos que se sentaban a la mesa y charlaban, charlaban,  tomaban.
Linda noche, luna invitada, serví a todos y cuando ya corría el segundo plato decidí sentarme a comer. El vendedor necesitaba un par y un asiento libre se ofrecía justo a su lado. Sonrisa socarrona a la noche, sonrisa socarrona de costado hoy día, la mochila del vendedor junto al asiento y el guiño de tener una botella (de las buenas) encanutada.
Mirada cómplice, gestos de disimulo, conversación entretenida haciendo como si nada.
La velada no fue larga pero sí divertida, a las doce-treinta un jefe que dice "vamos" y la mesa que se empieza a levantar. Risas tontas, fáciles, por nada. Varios que hacemos chistes y que seguimos ahí, sentados, queriendo seguir la noche. Alegría beoda y traicionera, me pongo de pie y el mundo me da vueltas, el vendedor se levanta y se vuelve a sentar, se levanta y se ataja del respaldo, mareo evidente, boca pastosa, palabras poco masticadas que salen en cámara lenta culpando a que "algo" en la comida "nos" cayó mal.
Sentado en mi tablón con grasa de pizza me agacho a observar la botella, ni siquiera me había fijado la etiqueta con tal de que no se note su presencia, mucho menos la ausencia.
"Paraguayo tenía que ser", resuena en mi cabeza. Me río sólo, estiro el pie y la botella rueda hasta mí. Los otros que siguen su charla calurosa y mi mirada puesta en las cenizas de anoche.
El parquet ardió muy bien, el asado salió perfecto.
Mi primera vez como asadero inmigrante, cumplí con lo esperado.





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