miércoles, 8 de diciembre de 2010

La fea



Era fea, muy fea.
Y en el vagón lleno, las camperas grandes, los bolsos al hombro, era la única cosa que quedaba por mirar.
Mala suerte, día pálido, final triste, vuelta con desgracia. La jornada laboral una pena, el frío hiriente, la lluvia burlona y en el tren apretado: una fea muy desagradable.
Yo quería llorar.
¿Cómo hará? Porque es fea con ganas. No fea insípida a quién nadie miraría, sino lo contrario, es de las que se miran por fea, por extravagantemente fea.
No lo podía creer.
Y viste de rosa, campera rosa. El pantalón también es de color: morado Barney, el dinosaurio. 
 Se ve que prefiere compensar por otro lado. Los cachetes regordetes y poceados son lo primero que se le ve. Nadie diría de ella: “es una chica atractiva de rasgos marcados” porque, simplemente, nadie diría “es atractiva” pero sí que tiene los “rasgos marcados”. Aunque también me queda la duda si alguien diría que es una chica. No sé, tetas parece que tiene, aunque eso no es garantía.
Es grandota, de pelo largo. No imagino de qué trabajará, en este tren va mucha gente que baja en las últimas estaciones, justo esas que hasta hace poco no formaban parte del conurbano, los de esos lugares combinan buenos estudios con vidas precarias.
Aunque, a decir verdad, no se la ve muy cansada, no tiene cara de venir del trabajo pero el horario coincide ¿Tendrá novio? Hay que ser muy valiente para eso, pero, quién sabe, hay cada estómago.
Típico que en su casa es “la linda”. Amor de padre, compasión de madre.
Así termina siempre la cosa, si es feita nomás pierde siempre, pero si es fea con mayúsculas ya la historia adquiere otro matiz. No falta el que dice: fea pero con actitud, fea pero dulce, fea pero inteligente. Y peor: tiene un no sé qué. Con esto último te fulminan, el blanco es negro y el negro verde trasnochado.
Ésta en particular tiene pinta de fea con ingenuidad; esa, digamos, es su “gracia”. En el barrio seguro que la atienden por “buena”.
Y claro, ahora me estoy dando cuenta de otro asunto, no tiene aire de “por qué me discriminan”, tiene cierto gesto de en confianza. Como quien no caza la cosa, aire de boluda. El estilo ese ingenuo le da seguridad, no se debe dar cuenta del susto al verla y, sin duda, absorbe de brazos abiertos los pocos buenos gestos. Total, los buenos samaritanos nunca faltan.
Para mí que su habitación debe ser un mar de cocoliches “Hello Kitty”, caritas, moñitos, todo muy naif. Le va la onda por su manera de estar arreglada.
Por las manos gruesas debe ser alguien dedicada, trabajadora -poco fina- seguro que ayuda al llegar a su casa pero no la veo haciéndose cargo de todo. Cierta atención y pulcritud hace sospechar que se da tiempo para sí misma. Y le debe costar mucho tiempo y esfuerzo. Claro, no puede conformarse con lo de Salamanca, si natura non da, algo hay que hacer.
Los labios rojos: ahí sí que perdió, pobrecita. El esfuerzo de la ropa, los anillos, los aritos y cierto aire de “me arreglo” se fue al cuerno en los labios, ese rojo, no way. Peor que disfrazada.
Ah, no, pero mejor cierro los ojos y hago que me duermo, no sea que de tanto mirarla, a menos de un metro, piense que soy alguno de esos maleducados que tanto abundan acá en el tren. 

sábado, 20 de noviembre de 2010

El juego



Se juega con figuras: existe una reina, un rey, y también los hay peones. A caballo se llega saltando y torciendo destinos. Al alfil no hay que perderlo, en su diagonal todo puede ocurrir. La torre es más difícil de defender, erguida, espera su próxima caída.
El juego requiere paciencia, persistencia, estrategia y cierta ceremonia.
-         ¿Negras o blancas?
-         No lo sé, Reina mía, tu cuerpo a cuadros me trae dudas.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Botones


Avanza la noche
desabotonando urbe
en
un
hilo
de
luminarias
Cada farol abandona
                               su ojal.

Luces



Cremallera de luces
          no sé
si abren o cierran la noche
        Al andar
           los faroles se apagan
Yo me enciendo




jueves, 11 de noviembre de 2010

Lucha


Una nube se deshace en goterones.
Mi paraguas no entiende de luchas perdidas.
Traición de charco.







Otoño


El otoño es amarillo.
Bajo mis pies, crujen soles.


Narcisos


Jardín de narcisos en el tren.
Sueño de laburantes 

                
                    sin eco.





sábado, 15 de mayo de 2010

La lluvia llegó




   Cuando descendimos los más viejos al alcantarillado el sol nos agrietaba, el brillo espejado de las paredes lastimaba las pupilas y el calor caía pajizo, seco, espigando el cuerpo, la cabeza como narciso. Con el mínimo de sombra bajo los pies y los ojos arenosos, escapamos al sumidero donde alojamos primero a nuestros hijos y luego los pies llagados.
  Costó adaptarse, liberamos de tierra y ramas las cañerías, nos deshicimos de la basura, quemamos todo lo posible soportando olores nauseabundos y nos adaptamos al resto. Luchar contra las ratas fue un problema importante, a veces competencia por la comida, otras una amenaza para los bebés. Ya más tarde, en duelo de dentelladas, pasaron a ser el asado del domingo o cuando no una mascota.
  Algunos de los nuestros mantuvieron vínculo con el mundo donde el aire parece fuego, cada tanto ruedas grandes paraban delante y descendían en clima fresco un par de botas de cuero fino y goma gruesa. Se acercaban con palabras pulidas en voces estridentes, y en las navidades nos pedían un espectáculo de mbocapús en las cañerías con petardos que ellos mismos nos daban. Linternas y pilas venían a cambio, también latas de legumbres y otros vegetales que crecían al sol.
  Pero el trato más común era de desconfianza, frialdad o de directa agresión.  No resultaba extraña la fuga por el caño maestro cuando los zapatos grandes -o los más chicos de sus críos- se acercaban corriendo para tirarnos los mbocapús, haciendo saltar la tapa de las alcantarillas, risa entre chillido de ruedas, nuestros hijos llorando del susto o de dolor.
  En las pocas noches que quedaban allá afuera aprovechábamos para devolverles la mano soltando el ganado de cucarachas, las ratas más agresivas y el silencio venenoso de las arañas: alaridos y corridas, el grito de sirenas que salían en auxilio, nuestra victoria pírrica.
  En las pocas noches, porque el resto del tiempo el sol era vertical e hiriente, y las figuras que dibujaba en el andar eran extraños seres ocasionales -hijos bastardos- riéndose de nuestra piel cuarteada en llagas ante la falta de resguardo. Una cosa estaba atada a la otra, nosotros no podíamos acceder a la protección comprada contra el sol y el calor, algo en nuestra piel ya no era igual a los de arriba, empezó como un problema de todos, de cualquiera, a raíz de un sol más intenso y dañino, pero la diferencia fundamental la marcó la evolución del bolsillo: la falta de acceso a la tecnología protectora nos dejó expuestos a las mutaciones en la piel. Ya no somos los mismos seres humanos.
  En las alcantarillas (único descanso posible) era benévolamente sombrío y húmedo.
  Nuestra sobrevivencia, sin embargo, estaba ligada a la vida de afuera. Dejábamos tachitos y súplicas anotadas del lado de ellos y nos sentábamos a ver pasar tacones altos, calzados deportivos, mocasines bien lustrados y gotas gordas de sudor estallando hirvientes sobre el pavimento. Apurábamos quejidos para llamar su atención, tosiendo el gas de los motores que caía pesado y conseguíamos cuanto utensilio nos pudiera servir. A ras del suelo los edificios eran monumentales y desproporcionados, el polvo de las calles un sabor frecuente en la boca y aquellos ruidos más comunes, esos que ellos ya no escuchaban, un claqueteo zoológico enjaulado en nuestros oídos aún por debajo del asfalto y las veredas.
  Sobrevivimos tres generaciones hasta que la noche empezó a crecer y con ella el vapor de agua. Primero fue el rocío en la oscuridad, luego unas pocas nubes antes del amanecer. Con los años se fueron sumando gotas oscuras que caían del cielo.
  Con la venida de la seca habíamos bajado, pero ahora llueve.
  Definitivamente, esto es lluvia.
  El agua aquí abajo.
  Vamos a subir.


***

martes, 13 de abril de 2010

El destino no te abandona

   Teníamos 9 y 11 años.
   Descalzos, estábamos ahí únicamente para cumplir un mandato familiar. Mandato tácito y cíclico, uno que dice que en cada generación o cada tantos años hay que abandonar a alguno a la vera de la ruta. Ya un hermano mío había sufrido una vuelta a pata desde el arroyo. Y encima en la otra punta lo puteaban porque no bajaba a abrir el portón. Claro, si nunca había subido.
   El abandono, a dúo esta vez, tuvo forma de rosca de chipa. Mi primo y yo dormíamos en la parte de atrás de la camioneta, volvíamos de Ciudad del Este (cuando eso “Alfredo del Este”) un domingo de pascuas. Adelante iban mis primitas, mi vieja, mis abuelos, mi tío y su señora. Folclore mediante paramos en la fábrica de chipas. Cruzó mi tío, compró y nos despertó luego para preguntarnos si queríamos más.
   Que sí, le dijimos.
   En la ruta el tránsito era intenso, yo aproveché para bajar apenas cubierto por una campera y atuendo de verano por abajo. Mi primo de 9 me siguió y nos dispusimos a marcar territorio en la banquina con un gran pis. Parados, medio dormidos, las manos ocupadas indicando el mojón de nuestro acontecer, regábamos el campo paraguayo con calor generoso. Sí, parados, medio dormidos, el sino marcó un mojón poco generoso y vimos cómo mi tío -bromista pesado si los hay- volvía de su compra en la otra vera de la ruta y se dirigía a la camioneta.
   Yo esperaba que nos volviera a dejar más chipa atrás. Mi primo esperaba que su papá no se fuera. Mi tío subió al auto con las chipas, arrancó y se fue. Tan de a poco.
   Yo no reaccioné, di por sentado que todo era una nueva broma pesada. Mi primo, más conocedor de su sangre, arrancó un grito de ¡Papá! sin soltar la mano, el mojón, el instrumento de marcar territorio, y corrió de costado primero, de frente después, un brazo en alto y el otro sosteniendo abajo en el final, para ver que su papá se iba.
   Se iba nomás.
   Y nosotros varados de a pie y pasmados al costado del camino. Pequeño problema teníamos. Cerca de las cinco de la tarde la chipería estaba por cerrar y no era pueblo ahí, el teléfono más cercano estaba a dos kilómetros y teníamos que pensar rápido una solución.
   Bueno, “pensar” no excluía “rezar” y mi primo, sensible, comprendió en pocos segundos que sus pecados no andaban redimidos y se dio a la reflexión intimista. Mientras yo calculaba a qué hora pasaba el colectivo de RYSA en el que venían mis hermanos sentía cerca de mí el murmullo de un yo pecador, que luego fue un padrenuestro que aclaró su mente, su espíritu y lo inspiró en palabras reconfortantes: “cuando mi papá se de cuenta que no estamos se va a calentar mucho. Me va a cagar a puteadas”.
   Y pasamos entonces a especular con qué pasaba:
   - Si se daban cuenta que no estábamos a la altura de Caacupé.
   - Si se daban cuenta que no estábamos a la altura de Ypacaraí.
   - Si se daban cuenta que no fuimos parte de todo el viaje a la altura de Asunción.
   - Si no se daban cuenta nunca y nos quedábamos a vivir en la chipería.
   Pero bueno, esta historia tiene su contraparte necesaria. Más o menos a media hora de viaje del puesto de chipás mi tío volvió a bajar pero a comprar cachos de banana esta vez. Volvió a cruzar la ruta ida y vuelta, volvió a tirar el cacho de fruta atrás y volvió a querer preguntarnos qué sé yo qué cuando se encontró con nuestra desaparición. Cual historia de fantasmas que no se ven mi tío quedó blanco, petrificado, con el terror en los ojos. Fue a la cabina y pasó a informarle a mi señora madre de lo ocurrido:
   - Los chicos no están.
   - ¡Quééé…! ¡Volaron!
   Mi madre, experta en frases célebres no pudo menos que dejar una más para la historia y, bajo el supuesto de liviandad, nos daba destino de hojitas de otoño llevadas por el viento. Por suerte mi abuelo, su señor padre, tenía las ideas más claras en esos casos.
   - ¡Pero dejá de decir estupideces! Esos dos boludos se habrán bajado a hacer pis la última vez que paramos y nos fuimos sin darnos cuenta.
   Dicho y hecho, el viejo las sabía por viejo y tal vez también por diablo. Así fue que a la hora nos volvimos a ver todos, en un reencuentro dividido en el que mi vieja lloraba de emoción al verme y mi primo ligaba unos tuques en la cabeza “por boludo”. El amor de familia es así, dividido, incomprensible, de distancias y reencuentros.
   Una vez más la chipa volvió a cerrarse sobre sí misma y el sino empezó un nuevo ciclo, hasta que le toque al siguiente un abandono, una puteada y un reencuentro quien sabe cuántos años después a la vera de alguna ruta.

***

martes, 6 de abril de 2010

Hiedra

hiedra en tus ojos     rocío en mi cuerpo
fresca menta
citronella
besos y labios    deshojaste
en mi boca


El perfume invita
tu aroma
envidia de rosas
ciruelas
azahares que muerden
cerca


Cavo la tierra
voy
profundo
tu corazón húmedo     raíces
nutre
reverdece

flores en la piel





miércoles, 31 de marzo de 2010

El incendio

Me incendio sobre este asfalto.
Me quemo entero y muero de calor en la tarde que parece fuego.
Quién sabe a qué temperatura. Simplemente me inflamo en el rato que te espero y te busco. Me creía a prueba de combustión, ya quemado tantas veces pero aquí estoy, pura llama, pura brasa. Quemándome por fuera, puro incendio por dentro, mientras no te veo.
En el rato que no te tengo.


***

Después de la calle Colón



Ya perfumado (y bien arreglado), subió a la camioneta y tomó rumbo incierto buscando calles periféricas. El camino que primero encontró, un asfaltado nuevo que unía empedrados de barrios hasta ayer desconocidos, hilaba el sinfín de calles en un trazado de curvas sin planificación. Con su camioneta iba haciendo de cada esquina que doblaba un atajo a su destino: empedrados, asfaltados o caminos llenos de baches atestaban la variedad de calles transversales. La noche, mientras tanto, se hacía a la par del mismo tránsito por el que conducía, seguía sus atajos, saltaba tras él los baches entre las estrellas, empedrando y asfaltando a su paso de vía láctea y de oscuridad.



No tenía aire acondicionado, la ventanilla abierta y el ventilete triangular bien direccionado eran sus únicos alicientes contra el calor. La mezcla de ese aire caliente y pastoso en movimiento y su perfume denso, penetrante y varonil completaban la escena. Un poco de música no venía mal, la radio encendida acompañaba su mirada atenta acariciando el camino, lo empujaba a soñar despierto mientras hacía de manejar un movimiento inconsciente; una voz femenina, de cadencia suave anunciaba los temas por venir, comentaba los que habían sonado, rastreaba su mente sugiriéndole palabras para pensar.


Todo en él se guiaba de manera automática, natural, una simbiosis permanente de reflejos, pensamientos, música, ruidos, aromas como caricias de la noche y una fusión de aire caliente y perfume. Todo ello formaba un sincretismo, una sola música, un único movimiento de a dos.


Después del último semáforo tomó rumbo por la calle 5ª en dirección al río, al extremo de la ciudad. La noche se prestaba a compartir ese momento, ambos manejaban el destino incierto de oscuridad penetrada de luces acariciando el día que se escapó, ambos sabían compartir el mismo aire sofocante plagado de semáforos y estrellas titilantes. Ambos deseaban llegar.


Decidió tomar su último atajo, cruzando la calle Colón alguna diagonal acertaría con su camino definitivo, ya faltaba poco.


Dicen los que lo vieron, que a la cuadra de haber cruzado dobló en una esquina oscura, arbolada, ensombrecida por las paredes antiguas sin pintar.


Dicen los que no lo vieron, que ellos, vecinos de la cuadra, estuvieron ahí todo el tiempo, en esa misma cuadra desde tal hora, bajo la misma noche y hasta el amanecer y no vieron siquiera una seña suya pasar; jamás nadie con sus características optó por esquivar sus baches, que ahí no doblaba nunca nadie, sólo ellos, que ese camino no llevaba a ningún lado en especial, sólo a sus casas, a una cuadra sin brisa y a la oscuridad de la noche, que lo hubieran visto y un sinfín de afirmaciones más.


Dicen, los que lo buscaron, que no podía ser, que él conocía esas calles, que él las había vivido desde siempre, que no podía perderse ni equivocarse en la elección de sus diagonales, curvas forzadas o transversales, que él siempre sabía cómo y a dónde llegar.


Todavía hoy, los que lo recuerdan, aseguran sentir en las noches de mucho calor un aire sofocante, denso, mezcla de un perfume pastoso, penetrante y varonil. Y a algunos –pensando en él- se les ocurre la tonta idea de que al mirar el cielo la vía láctea es como una ciudad nocturna, llena de secretos, atravesada por calles sin planificación, atajos, baches, empedrados y asfalto.


Pero aunque a pocos importan tales fantasías, por las dudas, no falta la persona que baja la mirada y teme o ama en secreto las cuadras oscuras y arboladas después de la calle Colón.

Tus besos



Tus besos en mis sueños

Aromas de jazmín abrazadas al lapacho



***

martes, 30 de marzo de 2010

La Ciudad Blanca



Esta afiebrada misión científica llega a su fin: el almirante Wajda ha enloquecido en el peor momento, delira en su camarote desde hace días, los cocineros Rubberman y el ancho Estrada, sudorosos, empuñan sin sentido sus cuchillos, los biólogos y naturalistas sonríen el sueño de la razón sin comprender el peligro, y yo, contramaestre Przekorski, veo a medusa con sus fauces abiertas brillar la peor de las sonrisas ahí afuera.

El peligro acecha en ventosas, se abre y se cierra bailando círculos cada vez más concéntricos. En las profundidades son materia oscura multiforme, incompleta, mitad imagen, mitad sonido de chorros que se acercan o se alejan a velocidades sorprendentes. El verano austral es una hipótesis de superficie y aunque Larsen B se convirtió en una pesadilla de icebergs, Larsen A está ante nuestros ojos a más de 500 metros bajo el mar como un queso gruyer colosal.


En las ciénagas más profundas de Mindanao y las Bahamas no había sido posible encontrarlos. En los abismos escarpados del Atlántico, en las laderas de sus montañas más recónditas, creímos poder encontrar alguno. No fue posible.


La inmensa soledad abisal del Pacífico parecía el escondite perfecto y sólo supimos encontrar mitos, no realidades. Acechadores del Medioevo, lograron permanecer a oscuras todo este tiempo, quedando tan sólo, cada tantos años, alguno muerto en la playa, de tamaño medio, llenando de asombro e intriga al mundo científico, alimentando el estupor y los más terribles temores de su existencia a los marinos de todos los puertos.


Y ahora el derretimiento de Larsen, su ruptura, los está dejando al descubierto recorriendo este sistema blanco de túneles incontables, de tamaños insospechados.


Es tarde, llegamos con el último resto de fuerza y carentes de lucidez. Hace tiempo que esto se convirtió en una horrible obsesión por lo desconocido. Desde Varsovia y Heidelberg ordenaron dar marcha atrás, un desacierto de ambiciones desafió la orden, un inversor buscando su éxito, el prestigio científico mancillado, un almirante queriendo enfrentar el mito, provisiones en el fin del mundo, el último faro, y días y noches de tormenta en el mar del sur. Bajo el agua parecía la opción más segura.


Ahora, frente a nuestros ojos, miríadas de ellos a nuestro alrededor conforman un laberinto tentacular, sus cabezas grandes, los ojos sin párpados, derrames de tinta para la palabra muerte aquí y allá.


No hay duda: hemos encontrado Craquenza, la ciudad blanca del Craquen, el calamar gigante.


Algo mueve la nave de costado.